“La cura para el dolor reside en el dolor” RUMI
Abrazar la muerte
En el calor del hueco de mis manos entrelazadas, habita el cuerpo diminuto de nuestro segundo hijo, de 3 meses de gestación. Lo vi, era un varón. Su llegada fue tan inesperada como su partida. Luego de enterarme que su corazón no latía y que su hermana acariciaba a un vientre hinchado pero vacío ya, de su futura hermandad, parirlo fue una mezcla de alivio, dolor, amor y agradecimiento.
El dolor de una pérdida gestacional no implica solo sostenerse a una misma, sino acompañar el de tu compañero, el de tu hija, el de la familia. Las mujeres no podemos parir hijos en soledad, ni vivos ni muertos. Necesitamos del apoyo y amor incondicional de nuestras parejas, amigas, doulas, familias y quien sea parte de nuestra red de contención.
El duelo no tiene espacio real en las reglas de juego del sistema actual. No vende. No deja ganancias. Ni likes. En primer lugar, necesita tiempo, algo que hay que permitirse tener y cultivar en una cultura de la urgencia. Por otro lado, necesita espacios de comprensión y escucha, relaciones seguras, confiables y sólidas, que también son revolucionarias hoy en día. El duelo desafía los parámetros de la productividad, porque nos saca de nuestro modo automático de hiperactivación para conectar con el no-hacer, la quietud, el silencio y la contemplación.
Cada duelo toca además, inconscientemente, las heridas de nuestra historia familiar, de los duelos congelados y los mecanismos de supervivencia ante vivencias similares del pasado. Cuando yo era niña, no recuerdo haber tenido un espacio para hablar de la muerte como hubiera necesitado. Luego de que muriera mi abuelo materno por ejemplo, entre su muerte en el sanatorio y su despedida en la casa de velatorios, fui al instituto a una clase de inglés. No le dije a nadie que hacía una hora, había visto a mi abuelo morir enfrente mío. Seguí como si nada, en automático.
Cuando falleció mi abuela materna hace 4 años, acompañamos a nuestra hija a procesar su primera pérdida significativa de la manera que ella necesitaba y naturalmente le surgía. Pudo preguntar, dibujar, llorar, crear su altar con fotos y velas, dar espacio al miedo y al reconocimiento de la muerte como parte de la vida. Fue un proceso que nos dio mucha fuerza como familia.
Me retracto; en realidad, las mujeres sí podemos parir hijos en soledad, vivos y muertos. Lo hacemos todos los días. Pero no deberíamos tener que hacerlo. En una sociedad sana, simplemente no ocurriría. Estamos naturalizando una profunda desconexión, efecto de la normalización de múltiples traumas individuales y colectivos. El duelo es un proceso individual, familiar y social, que necesita encarecidamente que le abramos las puertas de nuestro corazón en cada casa e institución.

Abrirse al dolor es abrirse al amor
¿Cuáles son las consecuencias de desconectarnos del dolor? ¿Cómo nos acompañaron en la infancia cuando murieron nuestros abuelos, o se separaron nuestros padres? ¿Qué sucedió con la familia si migramos hacia otro país o sufrimos un trauma histórico o nos enteramos de algún diagnóstico médico? ¿Qué roles ocuparon las instituciones de salud o educativas en este proceso? ¿Qué rituales tenemos como comunidad para visibilizar y alojar al duelo?
Si no hubo espacio para nombrarlo y procesarlo en comunidad, ¿cuáles fueron los mecanismos adaptativos de supervivencia? “Sospecho que, en cierto sentido, la evitación del trauma provocado por el duelo es una de las mayores amenazas a las que hoy día se enfrenta la humanidad, siendo la responsable del inmenso sufrimiento causado por las adicciones, los abusos, así como la desconexión social y quizá incluso, las guerras”, nos dice Joanne Cacciatore en su maravilloso libro Soportar lo Insoportable.
Cuando acompaño a otras personas a transitar el duelo, nos encontramos una y otra vez con la dificultad de abrirse al dolor y confiar en el proceso. Algunas personas creen que algo está mal en ellas porque su entorno las empuja a superar la pérdida, a seguir adelante con su vida porque ya es hora. Otras llegan al espacio con algún síntoma físico que no tiene explicación médica, pero que comenzó tiempo después del fallecimiento de alguien cercano. Algunos clientes han desarrollado todo tipo de estrategias -conscientes e inconscientes- para no encontrarse en el silencio o la soledad consigo mismos y de esta manera, poder seguir siendo fuertes. Muchas personas, cargan en su cuerpo, duelos congelados y excluidos de muchas décadas y generaciones atrás. Cuanta más temprana o intensa fue nuestra pérdida y menos conexión y apegos seguros tuvimos para poder procesarla, mayores serán las respuestas adaptativas de supervivencia y los efectos nocivos a lo largo de nuestra vida.Entonces, ¿Cómo acompañarnos y sostenernos en el proceso? Si como dice Gabor Maté, el dolor es una respuesta natural a la pérdida del amor. ¿Tenemos un espacio seguro donde sentir? El enfoque de CI nos ofrece una pócima mágica para este remedio que entre todos/as podemos crear: la compasión. Poder acompañarnos con compasión en el proceso del duelo es profundamente sanador. Brindar un espacio libre de agenda y exigencias; dar permiso a toda vivencia tal cual acontece. Acompañarnos desde la presencia para poder alojar también las preguntas, los cuestionamientos, la rabia, el miedo, la culpa, y todo lo que forma parte, sin juicio alguno; tomarnos todo el tiempo que precisemos, para que de esta manera y como dice la gran Elizabeth Kübler Ross, la muerte puede ser una de las más grandiosas experiencias de la vida.