Cuidar de los padres que envejecen es un camino para el que la mayoría no estamos preparados. Sabemos en teoría que algún día podrían necesitar nuestra ayuda, pero cuando ese momento llega, no se siente como una transición gradual—se siente como una ola gigante que arrasa con todo. Yo he estado ahí. Lo he vivido. Y he aprendido que no se trata solo de cuidarlos a ellos—también se trata de no perderte a ti misma en el proceso.
Desde mis primeros recuerdos, vi a mis padres cuidar de los suyos. No recuerdo un tiempo en que eso no estuviera ocurriendo. Crecí escuchando historias de cómo se hacían cargo incluso antes de que yo naciera. Como la nieta menor por ambos lados—hija del mayor de siete hermanos por parte de padre, y de la mayor de nueve por parte de madre—el cuidado era parte del tejido de nuestra familia. A mis ojos, mis abuelos siempre fueron ancianos, siempre necesitaban cuidado, y mis padres siempre estuvieron presentes.

Fue hermoso presenciar ese cuidado—pero también fue doloroso. Recuerdo a mi mamá llorando en el hombro de mi hermana en la lavandería cuando su madre fue diagnosticada con Alzheimer. Recuerdo a mi papá alimentando a su padre cuando ya no podía hacerlo solo. Recuerdo su energía protectora—la de una Osa Madre y un Lobo Alfa—cuando sus padres no recibían el cuidado adecuado. Recuerdo el dolor cuando sus padres empezaron a deteriorarse, física y mentalmente, y finalmente fallecieron.
Mis padres eran las personas más fuertes que conocía, y me sentía tan agradecida de pensar que nunca tendría que cargar con ese peso.
Hasta que me tocó a mí.
Comenzó de forma silenciosa—un comentario extraño de mi papá sobre la memoria de mi mamá, o sobre sus propios problemas de salud que no desaparecen. “Es igual que su madre”, decía, insinuando que la memoria de mi mamá se estaba deteriorando. Las citas médicas se acumularon. Mis hermanos y yo los ayudamos a mudarse a una casa más pequeña, y después, a una residencia con asistencia.
Esa transición no fue fácil.
Dos días antes de la mudanza, recibí una llamada de mi papá. Su voz estaba llena de enojo y dolor. “No nos vamos a mudar,” me dijo. “He trabajado demasiado por esta casa. ¿Sabes lo que me estás quitando?” Para él, dejar su hogar era perder su identidad—su rol de proveedor, de figura central.
En ese momento, me sentí como dos personas a la vez: la hija adulta tomando decisiones difíciles por sus padres, y la niña pequeña desesperada por no perder la confianza de su papá.
Era mi yo adulta enfrentándose a mi niña interior.
En muchas familias, el cuidado de los padres mayores recae sobre los hijos. Es una mezcla de amor, deber, responsabilidad y vulnerabilidad. Para mí, también fue un acto de malabarismo—tratar de cuidarlos mientras intentaba mantener mi propia vida a flote. Tenía hijos pequeños, una carrera y una casa que sostener. Aprendí de mi mamá a priorizar a los demás antes que a mí misma.
Esa desconexión de mis propias necesidades se manifestó en forma de agotamiento, dolores de cabeza, ansiedad, dolor de espalda y noches sin dormir.
Gabor Maté habla de la “fatiga por compasión” y dice que en realidad no existe. “La empatía y la compasión son nuestra naturaleza. ¿Por qué nos cansaríamos de nuestra naturaleza?” Lo que nos agota es la falta de compasión hacia nosotras mismas. Si la tuviéramos, también tendríamos límites y conexión interna. Nos incluiríamos dentro de nuestro propio círculo de cuidado.
Reconocer las creencias que tenía sobre el autocuidado dentro de mi sistema familiar no fue fácil. Lo logré con la ayuda de mi familia, mis amistades, mi terapeuta, y mi terapeuta de Compassionate Inquiry.
Soltar la expectativa imposible de poder mantener sanos a mis padres se convirtió en parte de mi autocuidado.
No era mi responsabilidad sanarlos.
Aunque suene obvio, esa creencia estaba profundamente arraigada en mí. Dejaba todo para llevarlos a sus citas o responder llamadas de la residencia. Creía que debía mantenerlos sanos y vivos. Pero esa creencia no comenzó cuando empecé a cuidarlos—venía de mucho antes.
Cuando empecé a cambiar mi perspectiva y a transformar esas creencias, ocurrió algo profundo: pude estar realmente presente con ellos mientras se preparaban para partir.
Y gracias a ese cambio, no me perdí la profundidad de esos momentos.
Sin ese cambio, habría estado tan abrumada por el deber que habría perdido la belleza escondida en el dolor.
Fue un regalo poder presenciar esa etapa de sus vidas—no como algo que había que arreglar, sino como algo sagrado.
Hoy reconozco que iba por el mismo camino que mis padres, habiendo aprendido desde pequeña a asumir el rol de cuidadora. Ese pasado se manifestaba en mi presente como un patrón inconsciente.
Pero también fui bendecida por haber nacido en un momento en que podía tomar un camino diferente.
A medida que sigo aprendiendo a equilibrar el cuidado hacia mí misma y hacia los demás, noto más rápido cuando estoy retirando emocionalmente de mi cuenta sin hacer depósitos.
Y cuando lo noto, intento recordarme: yo también merezco cuidado.