Trauma, desconexión, constricción

La suave revolución de cobrar vida y reconocer que pertenecemos

Me senté con asombro mientras mi clienta se mecía suavemente de un lado a otro, dejando que las olas de lágrimas limpiaran su rostro. Sus palmas masajeaban y agarraban sus suaves brazos superiores, presionando la piel, sintiendo el calor de su carne. Abrió los ojos con una luz tan radiante que tocó mi corazón.

“He estado buscando este momento toda mi vida”, dijo, a través de su sonrisa incipiente. – “Sentir que estoy viva.”

Le devolví la sonrisa, reflejando su gesto de sostenerse a sí misma con mis propias palmas, abrazando mis brazos. Una conexión radiante y llena de alegría, no solo entre nosotras, sino dentro de ella, con ella misma y con su cuerpo. Un cuerpo que había soportado mucho sufrimiento, cuyo resultado aún se expresaba a través de diversos síntomas. Pero en ese preciso momento de testimonio, reconocí que algo había cambiado fundamentalmente en ella. Ahora estaba experimentando el mayor regalo de la vida.


En muchos foros se pueden leer y explorar algunas de las grandes definiciones del trauma, pero en resumen, se puede definir como una desconexión de nuestro Yo más profundo. Esta es una definición cognitiva, que nos ayuda a comprenderlo a nivel mental, pero ¿qué significa esto para el cuerpo?

Pasamos la mayor parte de nuestras vidas tratando de escapar de lo único que facilita nuestra existencia en el aquí y ahora: el cuerpo. Pero debemos entender que, en palabras de Gabor Maté, “El cuerpo lleva la cuenta”. Sí, pero es importante reconocer que lo que creó esa cuenta no es nuestra culpa. No es nuestra culpa si nuestro cuerpo ha sido violado de alguna manera, si comienza a manifestar síntomas de enfermedad o desarrolla una enfermedad crónica.

En la infancia, nuestro sistema nervioso está tan subdesarrollado que necesitamos a alguien más que nos ayude a regularnos, alguien que nos sostenga, que nos cuide, que nos diga a través del lenguaje del tacto que todo está bien, que somos amados y bienvenidos a esta vida.

Ana Solyom Blog

Fotografía de Nathália Arantes en Unsplash

Cuando esto no sucede de la manera en que nuestro sistema nervioso necesita para entender que somos amados y protegidos, nos desconectamos para evitar sentir el dolor de lo que ha sucedido o de lo que no debió haber sucedido, o de lo que no ocurrió y debería haber ocurrido, como explica Gabor en su documental The Wisdom of Trauma. Como niños, nos aferramos a lo que sea que esté disponible para mantenernos a flote, porque no tenemos los recursos para sostenernos por nosotros mismos; de la misma manera en que ningún otro mamífero puede sobrevivir sin el apoyo de su madre, ni siquiera aquellos que pueden ponerse de pie y correr minutos después de nacer, como los caballos o las ovejas.

La desconexión es la respuesta de supervivencia más inteligente del organismo humano cuando nuestras necesidades no son satisfechas. Es como el acto de hacerse el muerto en los animales; se emplea cuando nada más funciona.

La falta de conexión con el cuerpo se manifiesta como angustia, tensión muscular profunda y una sensación de pérdida de uno mismo o del propio centro. Debilidad… Un vacío. Un vacío profundo, tal vez en la boca del estómago o en los intestinos, en el vientre; una sensación —y una creencia— que sentimos que debemos evitar a toda costa, combinada con la voluntad de evitarla porque tememos que, si cedemos, dejaremos de existir por completo.

El cuerpo entonces se encoge para protegerse, para esconderse; los hombros caen hacia adelante, la cabeza se siente pesada, fruncimos el ceño, nos cerramos y cerramos los ojos, como una pequeña concha en las profundidades del océano que trata de evitar el flujo natural de las corrientes del agua.

Es muy doloroso sostenernos a nosotros mismos sin el apoyo de los demás; creer que “No hay nadie para mí”, que “Soy demasiado”, o demasiado poco, que no importo, que no soy digno de amor, que a nadie le importa. Uno por uno, nuestros músculos profundos se tensan, comienzan a cerrarse y a congelarse en constricción para protegernos del enemigo aparente.

En un sistema nervioso traumatizado hay tanta tensión, tanto dolor, tanta desconexión que el cuerpo es olvidado, culpado y tratado como si fuera el enemigo. Esta profunda desconexión es parte del trauma, porque, aunque no somos solo el cuerpo, el cuerpo es esencial para nuestra existencia y nos permite tener una experiencia humana viva. Sin embargo, la mayoría de las veces, para cuando tenemos dos años de edad, la mente ya cree que el cuerpo es el responsable de nuestro sufrimiento.

Así que la mente comienza a creer que su única tarea es mantenernos a salvo dentro de un castillo cerrado, de altos muros, del Yo. Esto se refuerza con muchas culturas y religiones que nos enseñan que el cuerpo es el enemigo, que debe ser domado, y que esta es nuestra única vía hacia la dignidad, el amor y la pertenencia.

He estado allí, he hecho eso, aunque también tuve la bendición de que mis padres me llevaran a clases de ballet y danza desde los cinco años. A pesar de esto, ya había buscado refugio en mi mente. Había cosas que mis padres no sabían, como la humillación pública de mi cuerpo en el jardín de infancia al que asistí, y otras cosas. Pero aún así, me encantaba moverme, bailar y hacer muchas cosas que no eran realmente aceptables para una niña pequeña. A través de todo esto, creo que mi cuerpo siempre ha sido un aliado, y estoy agradecida por ello.

En última instancia, veo nuestro camino como la lucha por la libertad más gentil posible. Un viaje de regreso a la relación con nosotros mismos, de vuelta a la conexión con el cuerpo y, a través del cuerpo, reconectarnos con nuestro Yo más profundo y reconocer la bendición de estar vivos. Como deja claro el título del último artículo de Sophie Strand: El cuerpo es la puerta de entrada.

Compassionate Inquiry puede parecer un atajo mágico en este viaje; la mente lo imagina como una solución fácil y rápida para sanar todo, superarlo y volver a lo que queremos hacer. Sin embargo, el cuerpo es inteligente, integra las cosas lentamente y con cautela.

Una herramienta excelente para acompañar este proceso es el poder del toque sanador; descubrir la forma en que siempre hemos querido ser tocados, pero no pudimos serlo porque no había nadie disponible—hasta ahora—que pudiera ofrecérnoslo.

Cualquier forma que nos ayude a encontrar el valor de sentir y permitirnos ser acompañados en ese sentir, incluso cuando nuestras mentes intentan convencernos de que nos escondamos, puede abrirnos un mundo de sanación.

El enfoque de Compassionate Inquiry es una herramienta que nos ayuda a redescubrir el cuerpo como un camino y a darnos cuenta de que, en realidad, no hay atajos. El cuerpo siempre ha sido y siempre será nuestro maestro y aliado, por lo que el dolor y el sufrimiento que experimentamos son nuestro primer y último maestro. A través de esto, podemos encontrar una verdadera conexión con nosotros mismos una vez más.

También podemos descubrir que la mayor mentira que ha existido es que estamos solos, desconectados, que nuestras constricciones deben permanecer y que debemos atravesar nuestros desafíos en soledad.

Como expresó Eduardo Galeano, el escritor uruguayo:

“La Iglesia dice: El cuerpo es un pecado.
La ciencia dice: El cuerpo es una máquina.
La publicidad dice: El cuerpo es un negocio.
El cuerpo dice: Soy una fiesta”.

Y creo que Jeff Foster, un maestro de no dualidad, lo que nuestra desconexión, constricción e imperfección necesitan no es ser arregladas, sino ser sostenidas:

SOSTENIDO, NO CURADO

Deja de querer curarte a ti mismo, de arreglarte,
incluso de querer despertar.
Deja de intentar acelerar la película de tu vida.
Deja ir el dejar ir.La curación no es un destino.
Permanece aquí.
Tu dolor, tu pena, tus dudas, tus anhelos,
tus pensamientos temerosos: no son errores,
y no te piden que les sanes. 
Quieren ser sostenidos. Aquí, ahora, con ligereza,
en los brazos amorosos y sanadores de la conciencia presente…

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