La memoria: una reflexión personal sobre la epigenética y los códigos internos

He llegado a entender la sanación no como un proceso de adquisición, sino como un proceso de memoria. 

Hace no mucho tiempo, hubiese dicho que la transformación requiere adoptar nuevos hábitos y herramientas para construir una mejor versión de mí misma. Ahora noto que todas las versiones, antigüas, primales, futuras, divinas, ya existen en mí. Estuvieron ahí desde mi primer respiro, codificadas en mis células, esperando a ser recordadas. 

Charon Post 108

Crédito de la fotografía

Cada célula de mi cuerpo contiene el código genético de un óvulo fertilizado. Es una fusión milagrosa: dos hebras de ADN entrelazadas con información de miles de años de ancestralidad que carga el plan maestro de la persona en la que me voy a convertir. Mi piel, mis neuronas, mis músculos, todos remontan su linaje a esa fuente. Cada parte de mí alguna vez fue potencial indiferenciado, posibilidad pura. 

Eso son las células madre: posibilidad pura. Potencial que no ha sido tocado por el destino, que no está comprometido con la forma, son un a todo. ¿Me convertiré en una célula del corazón? ¿En una célula del hígado? ¿En la punta de mi dedo? La respuesta no depende netamente del ADN, sino de las señales que me rodean. Los indicios químicos, las pulsaciones eléctricas y las energías del entorno que susurran sus instrucciones. Y el código responde. 

Ese es el misterio de la epigenética. Nuestro ADN no es un guión rígido. Es un archivo vivo, que se parece más a una sinfonía que a un cuadro matemático. Y como cualquier sinfonía, la música que suena depende no solo de las notas que ve el director de orquesta en la partitura, sino también en el ritmo y en la emoción del público. 

La expresión genética está determinada por señales. En otras palabras, el potencial de nuestras células siempre se ve influenciado por nuestras experiencias vividas. El estrés, la nutrición, el tacto, la seguridad y la presencia envían ondas por el cuerpo para activar o silenciar partes de nuestro genoma. Esta no es una metáfora, es biología. 

Así que cuando estoy en una sesión con mis clientes y hablamos de patrones heredados, no solo pienso en los sistemas familiares o en las heridas del apego, sino también en la realidad bioquímica: el comportamiento de nuestras células se ve influenciado por los residuos de nuestras experiencias. El cuerpo no solo recuerda el trauma, también lo expresa. Y con la misma facilidad, puede expresar la sanación si cuenta con las señales apropiadas. 

Aquí es donde entra la espiritualidad para mí. 

Cuando aprendí que cada célula de mi cuerpo tiene el potencial de convertirse en cualquier parte de mí, entendí que la separación es una ilusión. 

Cada célula es un holograma del todo. 

Al igual que una imagen holográfica, donde cada fragmento contiene la imagen completa, cada célula me contiene a mí. No muestra todo, pero lo contiene. Expresa solo una parte, pero el todo permanece grabado. A esto me refiero cuando digo que sanar es recordar. No estamos inventando algo nuevo. Estamos despertando a algo antigüo. La sabiduría de la plenitud ya está ahí. 

Lo mismo es cierto en un fractal. 

Un fractal es un patrón que se repite en una escala infinitamente. Ya sea que nos alejemos o nos acerquemos, vemos la misma forma una y otra vez. Somos seres fractales, microcosmos del macrocosmo. Los patrones de nuestra psique reflejan los patrones de la naturaleza. El cosmos es la espiral de nuestras huellas digitales.

Cuando trabajamos con el trauma, no estamos tratando de forzar un cambio. No estamos imponiendo un nuevo comportamiento a un organismo que no tiene la voluntad de adoptarlo. Simplemente estamos modificando las señales. Brindamos nueva información. Una señal de seguridad. Una señal de amor. Una señal que dice: te puedes suavizar. Puedes desplegarte. Ahora puedes ser presenciado con seguridad. 

Por eso el sistema nervioso es el enfoque de mi trabajo. Porque si el cuerpo cree que no está seguro, ninguna cantidad de comprensión desbloqueará los genes para la conexión, la alegría o el placer. Las señales dictan lo que expresamos. Y esas señales, químicas, emocionales y energéticas, responden a la presencia. 

Esta es la llave sagrada. 

La presencia es la señal que despierta el potencial. Es el conductor que genera nueva música a partir de ese código. La presencia puede venir de un terapeuta, un amante, de un espacio seguro, de la respiración o de un rezo. No importa dónde empiece. Lo que importa es que la señal cambia y, cuando esto sucede, el cuerpo responde. El ADN escucha. Los códigos antiguos que alguna vez fueron silenciados por el trauma, empiezan a cantar otra vez. Este es el poder que todos llevamos dentro. 

A veces me encuentro a mí misma creyendo en mi historia, en mi pasado. Mi dolor me limita. Pero ahora recuerdo: todas las limitaciones son condicionamientos. No es quién soy, sino a lo que me he adaptado para expresar.

No estoy aquí para aprender sobre mi plenitud. Estoy aquí para recordarla. 

Hay días en los que esta verdad aterriza suavemente, como el toque de una mano sobre mi espalda. Y hay días en los que llega como una tormenta, arrasando con todo lo que creí haber resuelto. Soy testigo de ambos con compasión. 

Así que a diario me pregunto: 

¿Qué señales estoy enviando? 

¿Cuáles son los mensajes que le ofrezco a mi cuerpo, a mis células, a mi alma? 

¿Me estoy diciendo que soy demasiado? ¿Que no soy suficiente? ¿Que estoy rota? ¿Que no valgo nada? 

O me susurro internamente: Yo te recuerdo. Yo te honro. Ahora es seguro volver a casa. 

Y así, me hago una invitación sagrada a sanar mi epigenética. No se trata solo de biología. Se trata de soberanía. Se trata de recuperar la autoría sobre las señales que guían nuestra vida.

En un mundo que nos enseña a adaptarnos al miedo, estoy aprendiendo a vivir en resonancia con el amor. 

Y mi cuerpo, sabio, antiguo, milagroso, sabe precisamente qué hacer con esa señal.

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